A continuación, se añade el contenido de dos relatos más del autor que visitará el próximo día 21, a 3ª hora lectiva, nuestro Centro:
Allí, en la isleta
Desde niño, le había obsesionado la
leyenda del tesoro oculto en la isleta. Aquel mito había perdurado
entre los habitantes de la aldea desde tiempo inmemorial, impreso en
sus mentes como los rayos del sol en sus rostros atezados,
transmitido de padres a hijos por la tradición oral.
Colocó el cebo en el anzuelo, la
lombriz coleante que se resistía a su fatídico destino, lanzó los
brazos hacia atrás en un movimiento acompasado repetido hasta la
saciedad, y de un golpe seco impulsó el hilo hacia el azul intenso
del mar obligando al carrete a un giro desesperado. El crujido del
brazo le recordó que no debía excederse en los esfuerzos, pago
necesario de su ancianidad que sin embargo le había tratado bien; su
cara aún no soportaba demasiadas arrugas y sus ojos grises no habían
perdido ni un ápice de la vivacidad que expresara desde que nació,
de persona inteligente, obstinada. Fijó la caña en uno de los
huecos que permitían las rocas del espigón que se adentraba en las
transparentes aguas como un intruso que rompiera la armonía que la
naturaleza había diseñado, y se aprestó a repetir la operación
con otra caña. Después de comprobar que estaban bien inmovilizadas
y prestas a que picara algún sargo o acaso una herrera, abrió el
taburete plegable y se sentó en la claridad de la mañana, dispuesto
a impregnarse de las sensaciones que el mar le transmitía, del aire
puro con olor a sal, del sonido de las gaviotas suspendidas sobre su
cabeza como cometas caprichosas al antojo del viento, del espejo
azulado que se extendía frente a él. A su izquierda, en la playa,
los pescadores comenzaban a repartir el botín nocturno en cajas para
su venta.
Un ruido de motor le sacó
del trance que le provocaba aquella visión idílica, incitándole a
un involuntario movimiento de cabeza hacia el coche negro que acababa
de aparcar al inicio del espigón y a un saludo cortés hacia el
hombre que había descendido del vehículo, tocándose el ala de su
sombrero de paja. Enseguida retomó el ensimismamiento que le
producía aquel entorno sublime y, como siempre, sin más remedio,
desvió su límpida mirada hacia la isleta separada por un brazo de
mar de la costa, el lugar más intrigante del mundo sumergido en la
maravilla de las leyendas, donde se suponía que el legendario pirata
Mohamed Arráez había escondido el botín conseguido en innumerables
saqueos. Siempre fue su sueño encontrar aquel quimérico tesoro.
* * *
Los primeros albores del
día se dejaban traslucir por las cortinas suavemente mecidas por el
viento y que parecían querer atraparlo en un intento vano del cual
siempre emergía triunfante. Le gustaba dormir con la ventana
abierta, reconfortado en medio de las níveas sábanas por el canto
de los grillos y el susurro de las olas muriendo en la orilla. Se
vistió con pereza, con la parsimonia que proporciona la tranquilidad
de la no urgencia, el lánguido transcurrir de las horas y los días.
Su madre ya le había preparado el tazón de leche y la tostada
restregada con tomate y aderezada con sal y aceite de oliva. Desde la
cocina, mientras comía, sintió el profundo deleite que
experimentaba al contemplar tras la ventana el viejo molino en medio
del mar de trigo que formaba olas en su juego con el aire, una
especie de isla inmersa en el manto verdoso que ya iba adoptando
tonalidades amarillentas, salpicado del rojo de las amapolas como
gotas de sangre esparcidas.
-¿Es verdad lo que ayer
me contó papá?
-¿A qué te refieres?
-A la historia del tesoro
escondido.
La madre no contestó de
inmediato. Pareció sumergirse en su memoria, recordando aquella vez
que de niña también le relataron la leyenda.
-La gente del pueblo cree
que son cuentos de viejas, pero mi bisabuela Mercedes me aseguraba
que el moro Arráez existió de verdad, que se anduvo en amores con
una tatarabuela suya.
-Entonces, lo del tesoro…
-Del tesoro nada se sabe.
Nadie lo encontró jamás.
Con el pantalón
arremangado, calzadas las sandalias y con la camisa de algodón
suelta, sin ataduras de cinturones, salió al exterior entornando los
ojos para soportar el fulgor del sol que se hacía omnipresente con
su reflejo en las paredes encaladas de las casas, bañando de
blancura inconmensurable la aldea de pescadores. Se dirigió hacia la
playa, donde sabía que encontraría a Remedios ayudando a su padre
con las redes de pesca y repartiendo en cajas las capturas obtenidas
en la húmeda noche a la luz de la luna. Allí estaba, con sus rizos
morenos que descansaban sobre sus hombros contrastando con la palidez
de su blusa, entregada al trabajo sin perder en ningún momento la
dulce sonrisa que siempre le había cautivado, ese encanto natural
que hacía imposible no quererla.
La gente se apiñaba
alrededor de las barcas para hacerse con los mejores peces, como
gaviotas en busca de comida, y él esperó con paciencia a que cesara
el trajín, embelesado con las evoluciones de Remedios. Desde su
posición, sentado sobre la arena oscura, pudo contemplar el espigón
de piedra donde los ancianos solían echar las cañas a la espera de
que picara algún pez incauto, y también la isleta. Comenzó a
mirarla con una visión diferente a la que hasta ese momento le había
dedicado, transformada de peñasco aislado sin aliciente en objetivo
desafiante, imán atrayente para su desbordada imaginación, todo
gracias a la magia de una leyenda perdida en el recuerdo y a la que
nadie ya hacía caso.
Los últimos compradores
se alejaban con sus cestas bien aprovisionadas y vio la ocasión de
acercarse a Remedios quien, como un gesto perpetuado, no perdía la
dulzura de su sonrisa, e incluso se hizo más patente cuando le vio,
notando cómo su corazón iniciaba un descontrolado galope inútil de
evitar. Había terminado de ayudar a su padre y aceptó encantada el
ofrecimiento de pasear con él por la orilla salpicada de conchas
marinas y piedrecitas brillantes y redondeadas por la erosión
incesable contra el fondo marino.
-Mírala, allí está –le
dijo él cogiéndola de la mano.
-¿El qué?
Ella no encontraba nada
de especial hacia donde él dirigía su mirada.
-La isleta. Siempre la
hemos tenido ahí y nunca le hemos hecho caso.
Remedios rió ante la
ocurrencia.
-¿Y qué quieres que
hagamos con ella? Si quieres cogemos la barca, nos plantamos en su
cima y clavamos nuestra bandera. Podemos cambiarle el nombre. Yo creo
que no sonaría mal la Isleta de Remedios.
-No te rías de mí.
–Hizo una pausa, tomó algunas piedras aplanadas y las lanzó con
maña sobre la superficie lisa del mar obligándolas a rebotar en una
secuencia interminable de saltos-. Ayer mi padre me contó la
historia del tesoro escondido en la isleta por el moro Arráez. Se
supone que encontró una cueva sumergida y que ocultó la entrada con
una piedra, dejando allí un cofre lleno de oro y joyas. Algo de
cierto debe haber tras la leyenda cuando todavía se sigue contando.
Ella le miró con
ternura, acariciando su mejilla aterciopelada, pero no le dijo nada
incapaz de hacer añicos la ilusión de su amado. Sus ojos
maravillados mirando la isleta despedían tal brillo que no se
hubiera perdonado arrebatárselo.
-Mañana me gustaría
acercarme a bucear, no pierdo nada por echar un vistazo. ¿Quieres
venir conmigo?
Ella no contestó, se
limitó a encogerse de hombros y a besarlo en los labios con cariño
infinito.
* * *
Llevaba mucho tiempo
conduciendo, desde la madrugada en la que le robó algunas horas al
día para poder alcanzar antes su destino. La carretera sinuosa entre
montañas de oscura piedra volcánica ya le indicaba que no tardaría
mucho en llegar. Para él fue una visión divina la aparición del
intenso añil del mar entrecortado por las palmeras que sobrevivían
en el oasis del barranco y, más allá, el blanco resplandeciente de
las casas asomándose a las aguas le trajo un torbellino de
remembranzas que le provocó un impetuoso hormigueo en el estómago.
La mezcla de recuerdos, tristes y felices, le dejaron ensimismado de
tal manera que no fue consciente de cómo recorrió los últimos
kilómetros hasta alcanzar la aldea.
Su coche negro se adentró
por las callejuelas de casas encaladas como un trozo de carbón entre
la nieve, provocando las miradas curiosas de los lugareños no muy
acostumbrados a las visitas. Cuando descendió a la altura del
espigón, sonrió encantado de ver a los pescadores con sus cañas,
como siempre lo habían hecho, y llenó sus pulmones de todas las
esencias que el mar podía transmitirle, de aquel aire saturado de
energía, de momentos pasados. Sin poder evitarlo, bajó hasta la
playa por las desgastadas escaleras de piedra y tomó entre sus manos
puñados de arena que dejaba derramar entre sus dedos, volviéndola a
coger y soltar, en una placentera sensación, en añoranzas de su
niñez. Dibujó con sus huellas un camino paralelo a la orilla hasta
alcanzar la casa en la que una vez viviera, arruinada de abandono,
afligida de soledad. La llave fue incapaz de doblegar la cerradura
oxidada, como si la vivienda se resistiese a ser de nuevo conquistada
y violada su intimidad. Él se limitó a echar un vistazo a través
de los cristales rotos de una ventana y llegó a la conclusión de
que el estado de decadencia que observaba le imposibilitaba
acomodarse en aquel lugar como había creído. No tuvo más remedio
que alquilar una habitación en la fonda situada sobre el único bar
del pueblo y allí pudo descargar la maleta y el equipo de buceo que
había traído consigo.
Tumbado en la cama,
recuperándose del anquilosamiento que le había provocado tantas
horas al volante, disfrutaba de la brisa marina que se introducía
por la ventana, la misma desde la que podía divisar el vetusto
molino, guardián impertérrito de los trigales ondulantes entre los
que se perdiera en su niñez, en sus juegos inocentes con los amigos
del pueblo, donde paseara dichoso con su primer y verdadero amor.
Pero no era el recuerdo melancólico el que le había atraído hasta
el pueblo que le viera nacer, sino la intuición inexplicable de que
la leyenda del tesoro oculto no era un mero cuento transmitido de
padres a hijos, de las viejas a sus nietos en las noches de temporal
encerrados en las humildes casas mientras el viento impetuoso se
colaba por las rendijas de puertas y ventanas transmitiendo el
lamento de los marineros naufragados. Había constatado la certeza de
la existencia del moro Arráez en las crónicas del lugar recopiladas
en archivos desparramados por la geografía nacional, confirmado sus
fechorías, sus saqueos en pos de la riqueza desmesurada que en algún
sitio debió de ocultar. La isleta... Tenía que ser allí, ¿dónde
si no? Ya lo decía la leyenda: “En un agujero sumergido de la
isleta rodeada de mar”.
Tomó una cerveza fría
en la terraza del bar, protegido de la inclemencia del sol por una
cubierta de cañizo medio podrido, mirando el hipnótico baile de las
olas acercándose hacia él, como si quisieran saludarlo, indicarle
que lo reconocían a pesar de los años transcurridos desde su
marcha, desde que sus padres decidieran abandonar la aldea en busca
de un futuro menos oscuro. El mar parecía ser el único testigo de
su infancia transcurrida en aquel pedazo de paraíso escondido del
mundo; nadie con el que se cruzó descubrió en él al niño que
antaño correteara por las callejuelas de la aldea. Él tampoco se
dio a conocer, deseoso del anonimato que le permitiera centrarse en
su objetivo sin tener que dar mayores explicaciones.
El día siguiente sería
un buen momento para intentarlo.
* * *
La adolescencia que sigue a la infancia
no le arrebata a ésta las locuras que le son propias. Porque de
locura se podía calificar la búsqueda descabellada que pretendía
hacer del tesoro sin más pertrecho que el bañador que llevaba
puesto. Le acompañaba Remedios en la astillada barquilla de remos
que le había tomado prestada a su abuelo sin ni siquiera pedir el
necesario permiso, embriagado de excitación, como el marino
dispuesto a descubrir un nuevo mundo por la aventura que se disponían
a emprender en aquella temprana hora del día, cuando el sol apenas
hacía un rato que gobernaba en el cielo, cuando el mar solía estar
más tranquilo y su transparencia era tal que podía divisarse sin
problemas el fondo como si las aguas fuesen un desmesurado cristal
puro.
Se sentía importante en
su intrépido intento ante la presencia de su amada, como Ulises en
su odisea, como el grumete de La isla del tesoro de Stevenson,
como el capitán de quince años de Julio Verne. Amarró la
embarcación a una roca y dejó descansar los remos, comenzando a
inspeccionar con sus ansiosos ojos el trayecto que debería seguir en
su descenso a pulmón libre, confiado en su capacidad de aguante sin
tomar aire.
Mientras Remedios
aguardaba condescendiente, incapaz de destrozar las ilusiones
prendidas en la mente de su compañero, él rompió el espejo de agua
en su primera zambullida adentrándose hacia el fondo con el vértigo
de una piedra dejada caer. Transcurrieron muchos segundos, incluso
minutos, cuando volvió a emerger como una boya a la que se le obligó
a hundirse, ventilando sus castigados pulmones con desesperación.
-No he visto nada por
aquí. Voy a probar otra vez.
Y desapareció de nuevo
como si Neptuno le hubiese arrastrado a sus dominios. No encontró
nada en las sucesivas bajadas de inspección de la base de la isleta,
moviéndose junto al bloque rocoso como un pez buscando cobijo, con
la visión borrosa que le permitían sus ojos desprotegidos, ávidos
por hallar indicios que mantuviesen alimentada su esperanza.
Desplazaron la barca alrededor del perímetro isleño con la
sensación amarga de estar perdiendo el tiempo detrás del sueño
loco de algún inventor de leyendas. Sin embargo, cuando volvió a
emerger después de la enésima zambullida, su cara denotaba alegría,
fascinación.
-¡He visto una cueva
pequeña! –dijo resoplando, metido aún en el agua-. ¡Y tiene la
entrada tapada por una piedra que impide pasar!
Remedios, incrédula,
pensaba que se burlaba de ella, pero él insistió. Hablaba en serio.
Tomó de nuevo aire como si quisiera atrapar en sus pulmones todo el
existente en la atmósfera y se hundió hacia el lugar en el que
había localizado la cueva. Desde la barca podían contemplarse sus
evoluciones, su silueta dúctil intentando liberar la boca de la
cueva. Cuando asomó su rostro congestionado estaba claro que no
había podido lograrlo.
-Es imposible mover ese
pedrusco de ahí. Yo solo no puedo.
Remedios sopesó un
momento la posibilidad de ayudarle.
-Bajaré contigo. Quizá
entre los dos lo consigamos.
-¿Estás segura de que
podrás?
-Los hombres siempre
pensáis que las mujeres somos unas inútiles.
Se lanzó al agua sin
temor, como tantas veces hiciera, sabiéndose protegida por quien
tanto la quería, y descendió, con sus rizos negros ondulantes como
algas, hasta la oquedad que se oponía a revelar su intimidad. A él
le pareció que la más bella de las sirenas se le unía en su
fantástica misión, feliz de compartirla con Remedios. Entre los dos
intentaron mover la piedra incrustada en la entrada del agujero, el
que quizá ocultara el tesoro de Mohamed Arráez y, a duras penas,
lograron que se desplazara levemente. Volvieron a la superficie a
tomar resuello, sonrieron, se besaron en los salitrosos y húmedos
labios y se adentraron de nuevo en el interior marino. Esta vez la
piedra se desplazó un poco más, y después otro poco hasta que, de
un fuerte empellón, consiguieron que abandonara su estatismo
centenario y se desprendiera en medio de un tumulto de tierra y
espuma. Pero la roca no prolongó en exceso su descenso, quedó
atascada algo más abajo en un saliente. Él miró horrorizado la
cara de Remedios, su rostro de dolor desesperado, de esfuerzo
infructuoso por querer liberar la pierna que había quedado atrapada
por la gran piedra. Gastó todas sus energías intentando volver a
desplazarla, exasperado hasta la locura, agotando sus últimas
reservas de oxígeno para no conseguir nada, mientras ella miraba
suplicante, sorprendida de que su amado no pudiera rescatarla como el
caballero hace con su dama de las garras del dragón. Ante su
desesperación, ascendió como un relámpago a la superficie y pidió
a gritos, angustiado, la ayuda que necesitaba para salvarla, pero no
había nadie en la orilla que escuchara la voz suplicante. Tomó aire
y descendió más rápido aún que cuando emergió y le donó un poco
de esperanza a Remedios derramando en su boca el oxígeno atrapado,
concediéndole un minuto añadido de vida mientras alguien pudiera
acudir a socorrerla. Repitió la acción tantas veces que perdió la
cuenta, hasta que en el último intento comprendió que ya no recogía
el aire que él le regalaba, que hacía rato que sus ascensos y
descensos se habían convertido en una tarea baldía. Allí quedó un
tiempo, contemplando la figura fantasmagórica de Remedios con sus
cabellos azabaches alzándose a la superficie, con el corazón
doliéndole como si una mano férrea lo estuviera oprimiendo,
derramando lágrimas cristalinas en la profundidad del mar.
* * *
El carajillo le recorrió
el aparato digestivo como una sonda ardiente que le despejara los
vapores del sueño. Apoyado en la barra del bar, se acariciaba las
recién afeitadas mejillas evocando la historia del tesoro escondido,
intentando arrancar de las palabras adheridas a su mente algún
significado oculto, algún indicio clarificador acerca de dónde
demonios pudo haberlo ocultado el pirata Arráez. Sólo en uno de los
documentos revisados bajo la luz del flexo, allá en los archivos, se
mencionaban las riquezas que debió acumular el aventurero y que
llegaron a convertirse en legendarias, aunque seguramente
magnificadas en el tiempo. Pero por más que lo intentó, la única
referencia no dejaba de ser la de su ocultamiento en un agujero
sumergido de la isleta. Sintió cierta desazón al comprender que ya
muchos habrían tenido el mismo sueño codicioso que él en el
transcurso de los años, pero enseguida se tranquilizó pensando en
que jamás hubo noticia del hallazgo.
Subió a su habitación y
allí se enfundó su traje de neopreno, oscuro como el desenlace de
las falsas esperanzas, y se encaminó decidido escaleras abajo hacia
la playa, trazando un surco en la arena las botellas de oxígeno
conforme las arrastraba hacia la orilla. Inspiró con fuerza aquel
aire sosegado y terminó por colocarse las aletas, las gafas de buceo
y apretó con fuerza entre sus dientes la boca del tubo que le
permitiría respirar largo tiempo sumergido en el mar que esperaba
para acogerlo como al hijo pródigo. Quedó maravillado por la danza
de luces irreales bajo el agua, excitado por volver a su reino
abandonado, olvidando por unos instantes el verdadero motivo que le
había llevado hasta allí. Miraba absorto el vals de los peces ante
su presencia, el movimiento serpenteante e hipnótico de algas,
posidonias y anémonas, y se sintió feliz de recobrar la memoria
perdida por la lejanía del mar.
Embriagado se encontraba
cuando recobró la conciencia de su obsesión, de la búsqueda que le
había arrastrado de nuevo hasta la isleta. Contempló su base
abrupta y comenzó la minuciosa inspección; si en verdad Mohamed
Arráez lo había escondido allí, él lo encontraría, no cejaría
hasta lograrlo víctima de su naturaleza obstinada. Los repliegues
entre las rocas se sucedían en un tono cambiante de claroscuros, de
vez en cuando aparecían oquedades que le sugerían invitaciones a
mirar y que de igual manera le despedían con tosquedad, como seres
burlones que jugaran con sus anhelos.
Cuando
topó con la cruz clavada en la roca se detuvo reverencialmente. Era
de hierro oxidado, maltratada por la rudeza del agua, la sal y la
temperatura, pero vigilante insigne del agujero que se abría en la
pared rocosa. Durante un tiempo indefinido permaneció contemplando
aquella señal de luto y, acto seguido, se dispuso a inspeccionar con
detenimiento el hueco que había a su lado. Su cuerpo pudo penetrar a
través de la angosta cueva pero limitando la cantidad de luz que se
introducía en su interior hasta el punto de hacer incierto lo que
ante él se presentaba. Tanteó con las manos en todas las
direcciones de aquella covacha taladrada en la base de la isleta,
ansioso por topar con el cofre del moro, con la riqueza que esperaba
encontrar.
Primero
fue una sospecha, luego una certeza. El cuerpo cimbreante que se
presentó ante él se comportó con la agresividad del que ve
amenazada su integridad; la morena lanzó una dentellada que no llegó
a alcanzarle pero sí destrozó el tubo por el que respiraba,
produciéndose un estallido de burbujas que le desorientaron más
aún. Después notó el bocado doloroso en su brazo atravesando la
capa de neopreno. Abandonó apresurado el oscuro agujero, dejando
tras de sí una estela sanguinolenta que se extendió como tinta roja
en la claridad del agua. Sin aliento, alcanzó la superficie aún
obnubilado, aturdido por aquel inesperado ataque que había dañado
más su deformada percepción de la realidad que el brazo, y se
acercó a la orilla sembrando en la superficie un rastro de
decepción.
La
tarde transcurrió inquieta, saturada de dudas sobre la cama de su
habitación. El encontronazo con la morena había sido como el
despertar de un sueño, como si de pronto comprendiera la inutilidad
de su empeño. Irritado por haber sido durante tantos años
depositario de ambiciones sin fundamento, cuando decidió dar un
paseo para despejar el embotamiento en el que se había sumido lo
hizo dándole la espalda a la isleta, al mar. No quería verlos más.
A la mañana siguiente partiría para siempre de la aldea.
Paseó
por los caminos terregosos aspirando el viento cálido de poniente
que le hizo renacer. Sonrió para sus adentros sorprendido por haber
sido tan ingenuo, por haber atesorado la esperanza de recuperar las
riquezas del moro Arráez demostrando retazos de inocencia
conservados desde su niñez. Ahora sentía roto aquel vínculo
definitivamente adentrándose en la edad adulta que todo lo mira con
escepticismo. Deambuló con la conciencia entremezclada en el
presente y el pasado y, sin percatarse de ello, se adentró entre las
olas que formaban los trigales saludando al viento, perdiéndose en
el mar verde que rodeaba la isla de piedra desgastada que era el
molino.
* * *
El anciano echó un
vistazo al cubo donde depositaba sus capturas y se sintió satisfecho
de los coletazos que daban los sargos y herreras, también alguna
dorada, intentos baldíos de eludir su inminente muerte. No se había
dado mal el día de pesca. Volvió hacia atrás su rostro y comprobó
que seguía allí aparcado el vehículo negro; siempre le había
gustado ese color en los coches. Era el momento de recoger las cañas
y de iniciar el regreso, abandonar el habitual puesto en el espigón
de rocas que le robaba un trocito de espacio al mar. Como solía
hacer, antes de marcharse dedicó una última mirada a la isleta, su
querida isleta, amada y amarga a la vez, y lanzó hacia ella un beso
portador de sentimientos que le nacían en el alma.
El conductor del coche
saludó respetuoso al anciano, abrió el maletero, y allí depositó
las cañas, la bolsa de los cebos, el taburete y el cubo con los
peces ya desprovisto de agua. Luego hizo lo mismo con la puerta de
atrás para que el pescador se acomodara y se pusieron en marcha,
iniciando su partida de manera imperceptible. Desde su asiento, el
anciano se despedía mentalmente de la isleta, del mar, del blanco de
las casas, como si fueran seres dotados de vida propia. Al pasar
frente al desvencijado molino, no pudo evitar remontarse varios años
atrás, cuando regresó a la aldea después de mucho tiempo con la
intención de buscar el tesoro de Mohamed Arráez en la base de la
isleta. Lo que nunca hubiera imaginado era el sentido metafórico del
pirata a la hora de crear la leyenda en torno a sus riquezas: “En
un agujero sumergido de la isleta rodeada de mar”. Se burló de
todos, incluido él mismo. Admiró el ingenio de Arráez y a la vez
lo maldijo con una rabia atenuada por la edad pero no carente de
despecho; por culpa del pirata había muerto su amada Remedios en el
intento estéril de encontrar el tesoro. No tenía otra opción que
culpar al moro, pues reconocer su propia responsabilidad en el
desgraciado accidente le hubiera supuesto condenarlo a la locura. Y
después de todo, el tesoro no se encontraba en la isleta rodeada del
mar azul, pero sí en la isla del molino inmerso en el mar verde de
los trigales. Allí le llevó su intuición a excavar después de que
le mordiera la morena y hallar las inconmensurables riquezas que el
pirata acumulara en sus fechorías.
Alcanzaron la lujosa casa
construida en el acantilado, cerca de la aldea, y el portón de
entrada se abrió automáticamente con el mando a distancia que pulsó
el conductor. Descendió del vehículo en medio del patio ajardinado
con un gusto exquisito, verdadero edén en medio del sequedal
circundante y, sin detenerse, se dirigió al mirador junto a la casa
desde donde se divisaba la inmensidad marina, donde la brisa olía a
sal y despeinaba sus canas y allí, desde aquel baluarte de riqueza y
ostentación, dirigía como siempre la vista a la isleta y derramaba
lágrimas de soledad, de corazón partido, de amor eterno por su
bella Remedios.
La
fábrica de ideas
A
Juan, algunos le llaman tonto. Les produce risa su aspecto, sus ojos
alargados un poco parecidos a los de los chinos, su manera pastosa de
hablar, las palabras que salen con dificultad de su boca. A veces
llega llorando a su casa porque alguien le ha dicho mongol, o Down, o
tonto, y su madre le consuela con voz dulce, “tú no eres tonto,
hijo, tú eres bueno, cariñoso y guapo, y yo te quiero más que a
todos los tesoros de este mundo”. Entonces Juan ríe, abraza con
fuerza a su madre y se la come a besos mojándola de saliva.
A
Juan le gusta ir chulo, con el pelo engominado a lo Rodolfo
Valentino; a Juan le gusta el fútbol y su vecina Cristina; a Juan le
gusta aprender y dibujar señales de tráfico, las que aparecen en el
mural que su padre le trajo. Se coloca en la mesa de la habitación,
saca un folio y su caja de colores y las pinta con esmero, sacando la
lengua, que es lo que siempre hace cuando algo le cuesta trabajo,
sobre todo cuando tiene que dibujar la que tiene un ciervo: ésa es
la más difícil. Su padre le ha explicado, cuando van por la
carretera del bosque, que esa señal indica precaución, que algún
animal se les puede cruzar, y Juan gira la cabeza como un péndulo
rebuscando entre los pinos los cuernos del ciervo.
Juan
no es tonto, por mucho que algunos niños se lo digan en el patio del
recreo. Entonces su seño Ana se pregunta si no serán más tontos
aquéllos que le insultan. Porque Juan es listo, aprende lo que Ana
le enseña y sigue a rajatabla sus consejos y los de sus padres, como
lavarse las manos antes de comer: cuando termina se las mira
fijamente para ver si queda alguno de esos bichitos que se llaman
bacterias y sonríe contento porque no ve ni una. Tarda menos que
ninguno en ponerse el cinturón cuando sube al coche gritando
“¡campeón!”, porque eso también se lo han enseñado sus padres
y la seño Ana, y también sabe que no hay que correr mucho con el
coche, ni cruzar con el semáforo en rojo, ni montar en moto sin el
casco. Por eso se molesta con Cristina, porque cuando coge la moto se
deja el casco colgado en el brazo, como si fuera una pulsera gigante;
pero ella le sonríe, le da un beso muy fuerte en la mejilla y a Juan
le salen chispas de los ojos. Enseguida se le pasa el enfado y le
dice adiós con la mano conforme Cristina se aleja radiante a todo
gas, con su pelo dorado que refleja el sol.
Juan
se lo ha dicho a Ana, que Cristina no usa el casco cuando conduce su
motocicleta, y también que la quiere mucho. Entonces los dos se han
sentado juntos para poner en marcha la fábrica de ideas, muy serios,
porque su seño le ha contado que cuando se piensan ideas importantes
hay que hacerlo concentrados, en silencio y muy serios, y después de
un rato la fábrica ha dado una solución para el problema. Juan
regresa feliz a su casa, corriendo como un galgo, porque él corre
mucho, más que Leo Messi, y le dice a su padre que tiene que
acompañarle a la papelería y a la carpintería. “¿Para qué?”,
le dice, y Juan le explica como puede, con su equipaje escaso de
palabras, lo de la fábrica de ideas, que esa mañana la han puesto a
funcionar para solucionar el problema del casco de Cristina. Su padre
le mira emocionado, sorprendido de que en el cuerpo de su hijo quepa
un corazón tan grande, y no tardan en hacer los dos recados.
Ahora
Juan está sentado a la mesa, en su habitación, con la cartulina que
ha comprado desplegada, dibujando con mucho cuidado la señal nueva
que han inventado su seño Ana y él en la fábrica de ideas. Cuando
termina de colorearla su padre le ayuda a colocarle un fino marco y
con unos clavos la sujetan a un poste de madera. Esa noche se duerme
contento, pensando que a Cristina le gustará mucho la señal que ha
fabricado, que por fin le hará caso y que le dará muchos besos, y
con un poco de suerte a lo mejor quiere ser su novia y todo.
Al
día siguiente, Juan se coloca frente a su casa, en la acera, con la
señal firmemente sujeta en la mano. Ha dibujado un círculo con una
raya roja en diagonal, y dentro del círculo la silueta de un
motorista con el casco en el brazo. “Prohibido conducir motos sin
casco”, le dice con su media lengua a todo el que pasa, para que
tengan claro el significado de la señal. Espera impaciente a que
Cristina pase, como hace todos los días, y entonces se la enseñará
y ella hará caso, porque él se ha esforzado mucho para que ella
aprenda las cosas que él ya sabe, porque él es listo; se lo dicen
sus padres y la seño Ana.
El
tiempo transcurre lentamente y Cristina no pasa. Quizá no piensa
coger la moto hoy, pero él no quiere irse sin que ella vea la señal
que le ha construido. Se acerca a casa de su vecina y se asusta,
porque desde dentro le llega el triste sonido del llanto, y cuando se
asoma a la ventana ve a mucha gente, a los padres de Cristina
llorando. Una voz le llama. Es su padre, que se le acerca con la cara
blanca. “Vente hijo, vamos a casa”, le dice, pero Juan no quiere,
todavía no le ha enseñado a Cristina su idea, ella tiene que
aprender a ponerse el casco. Su padre le insiste, y suavemente se lo
lleva. Cuando se asoma al patio de Cristina observa que allí está
su moto, pero destrozada como si alguien la hubiera tirado desde lo
alto de un edificio. Juan no comprende, su mente se le vuelve espesa,
no le funciona bien la fábrica de ideas, pero después de un rato
sonríe al encontrar por fin una respuesta, y le dice a su padre que
ya sabe por qué lloran los padres de Cristina: están enfadados
porque ha roto la moto, pero que cuando le compren una nueva él
volverá a esperarla para enseñarle la señal. Su padre lo abraza
conforme caminan, dejando que sus ojos se llenen de lágrimas,
acariciándole con cuidado su pelo engominado. “Cristina ya no va a
volver”, le dice con la voz temblorosa. Juan se detiene, coge el
brazo de su padre y le dirige su mirada franca para explicarle, a su
manera, que sí va a volver porque tiene que ver la señal, el
invento que ha salido de la fábrica de ideas y que, cuando lo haga,
le gustará tanto que se harán novios.
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