jueves, 16 de abril de 2015

RELATOS  DE  FERNANDO MARTÍNEZ LÓPEZ

  A  continuación,  se añade el contenido de dos relatos más del  autor que visitará el próximo día 21, a  3ª hora lectiva, nuestro Centro:
Allí, en la isleta



Desde niño, le había obsesionado la leyenda del tesoro oculto en la isleta. Aquel mito había perdurado entre los habitantes de la aldea desde tiempo inmemorial, impreso en sus mentes como los rayos del sol en sus rostros atezados, transmitido de padres a hijos por la tradición oral.

Colocó el cebo en el anzuelo, la lombriz coleante que se resistía a su fatídico destino, lanzó los brazos hacia atrás en un movimiento acompasado repetido hasta la saciedad, y de un golpe seco impulsó el hilo hacia el azul intenso del mar obligando al carrete a un giro desesperado. El crujido del brazo le recordó que no debía excederse en los esfuerzos, pago necesario de su ancianidad que sin embargo le había tratado bien; su cara aún no soportaba demasiadas arrugas y sus ojos grises no habían perdido ni un ápice de la vivacidad que expresara desde que nació, de persona inteligente, obstinada. Fijó la caña en uno de los huecos que permitían las rocas del espigón que se adentraba en las transparentes aguas como un intruso que rompiera la armonía que la naturaleza había diseñado, y se aprestó a repetir la operación con otra caña. Después de comprobar que estaban bien inmovilizadas y prestas a que picara algún sargo o acaso una herrera, abrió el taburete plegable y se sentó en la claridad de la mañana, dispuesto a impregnarse de las sensaciones que el mar le transmitía, del aire puro con olor a sal, del sonido de las gaviotas suspendidas sobre su cabeza como cometas caprichosas al antojo del viento, del espejo azulado que se extendía frente a él. A su izquierda, en la playa, los pescadores comenzaban a repartir el botín nocturno en cajas para su venta.

Un ruido de motor le sacó del trance que le provocaba aquella visión idílica, incitándole a un involuntario movimiento de cabeza hacia el coche negro que acababa de aparcar al inicio del espigón y a un saludo cortés hacia el hombre que había descendido del vehículo, tocándose el ala de su sombrero de paja. Enseguida retomó el ensimismamiento que le producía aquel entorno sublime y, como siempre, sin más remedio, desvió su límpida mirada hacia la isleta separada por un brazo de mar de la costa, el lugar más intrigante del mundo sumergido en la maravilla de las leyendas, donde se suponía que el legendario pirata Mohamed Arráez había escondido el botín conseguido en innumerables saqueos. Siempre fue su sueño encontrar aquel quimérico tesoro.

* * *

Los primeros albores del día se dejaban traslucir por las cortinas suavemente mecidas por el viento y que parecían querer atraparlo en un intento vano del cual siempre emergía triunfante. Le gustaba dormir con la ventana abierta, reconfortado en medio de las níveas sábanas por el canto de los grillos y el susurro de las olas muriendo en la orilla. Se vistió con pereza, con la parsimonia que proporciona la tranquilidad de la no urgencia, el lánguido transcurrir de las horas y los días. Su madre ya le había preparado el tazón de leche y la tostada restregada con tomate y aderezada con sal y aceite de oliva. Desde la cocina, mientras comía, sintió el profundo deleite que experimentaba al contemplar tras la ventana el viejo molino en medio del mar de trigo que formaba olas en su juego con el aire, una especie de isla inmersa en el manto verdoso que ya iba adoptando tonalidades amarillentas, salpicado del rojo de las amapolas como gotas de sangre esparcidas.

-¿Es verdad lo que ayer me contó papá?

-¿A qué te refieres?

-A la historia del tesoro escondido.

La madre no contestó de inmediato. Pareció sumergirse en su memoria, recordando aquella vez que de niña también le relataron la leyenda.

-La gente del pueblo cree que son cuentos de viejas, pero mi bisabuela Mercedes me aseguraba que el moro Arráez existió de verdad, que se anduvo en amores con una tatarabuela suya.

-Entonces, lo del tesoro…

-Del tesoro nada se sabe. Nadie lo encontró jamás.

Con el pantalón arremangado, calzadas las sandalias y con la camisa de algodón suelta, sin ataduras de cinturones, salió al exterior entornando los ojos para soportar el fulgor del sol que se hacía omnipresente con su reflejo en las paredes encaladas de las casas, bañando de blancura inconmensurable la aldea de pescadores. Se dirigió hacia la playa, donde sabía que encontraría a Remedios ayudando a su padre con las redes de pesca y repartiendo en cajas las capturas obtenidas en la húmeda noche a la luz de la luna. Allí estaba, con sus rizos morenos que descansaban sobre sus hombros contrastando con la palidez de su blusa, entregada al trabajo sin perder en ningún momento la dulce sonrisa que siempre le había cautivado, ese encanto natural que hacía imposible no quererla.

La gente se apiñaba alrededor de las barcas para hacerse con los mejores peces, como gaviotas en busca de comida, y él esperó con paciencia a que cesara el trajín, embelesado con las evoluciones de Remedios. Desde su posición, sentado sobre la arena oscura, pudo contemplar el espigón de piedra donde los ancianos solían echar las cañas a la espera de que picara algún pez incauto, y también la isleta. Comenzó a mirarla con una visión diferente a la que hasta ese momento le había dedicado, transformada de peñasco aislado sin aliciente en objetivo desafiante, imán atrayente para su desbordada imaginación, todo gracias a la magia de una leyenda perdida en el recuerdo y a la que nadie ya hacía caso.

Los últimos compradores se alejaban con sus cestas bien aprovisionadas y vio la ocasión de acercarse a Remedios quien, como un gesto perpetuado, no perdía la dulzura de su sonrisa, e incluso se hizo más patente cuando le vio, notando cómo su corazón iniciaba un descontrolado galope inútil de evitar. Había terminado de ayudar a su padre y aceptó encantada el ofrecimiento de pasear con él por la orilla salpicada de conchas marinas y piedrecitas brillantes y redondeadas por la erosión incesable contra el fondo marino.

-Mírala, allí está –le dijo él cogiéndola de la mano.

-¿El qué?

Ella no encontraba nada de especial hacia donde él dirigía su mirada.

-La isleta. Siempre la hemos tenido ahí y nunca le hemos hecho caso.

Remedios rió ante la ocurrencia.

-¿Y qué quieres que hagamos con ella? Si quieres cogemos la barca, nos plantamos en su cima y clavamos nuestra bandera. Podemos cambiarle el nombre. Yo creo que no sonaría mal la Isleta de Remedios.

-No te rías de mí. –Hizo una pausa, tomó algunas piedras aplanadas y las lanzó con maña sobre la superficie lisa del mar obligándolas a rebotar en una secuencia interminable de saltos-. Ayer mi padre me contó la historia del tesoro escondido en la isleta por el moro Arráez. Se supone que encontró una cueva sumergida y que ocultó la entrada con una piedra, dejando allí un cofre lleno de oro y joyas. Algo de cierto debe haber tras la leyenda cuando todavía se sigue contando.

Ella le miró con ternura, acariciando su mejilla aterciopelada, pero no le dijo nada incapaz de hacer añicos la ilusión de su amado. Sus ojos maravillados mirando la isleta despedían tal brillo que no se hubiera perdonado arrebatárselo.

-Mañana me gustaría acercarme a bucear, no pierdo nada por echar un vistazo. ¿Quieres venir conmigo?

Ella no contestó, se limitó a encogerse de hombros y a besarlo en los labios con cariño infinito.

* * *

Llevaba mucho tiempo conduciendo, desde la madrugada en la que le robó algunas horas al día para poder alcanzar antes su destino. La carretera sinuosa entre montañas de oscura piedra volcánica ya le indicaba que no tardaría mucho en llegar. Para él fue una visión divina la aparición del intenso añil del mar entrecortado por las palmeras que sobrevivían en el oasis del barranco y, más allá, el blanco resplandeciente de las casas asomándose a las aguas le trajo un torbellino de remembranzas que le provocó un impetuoso hormigueo en el estómago. La mezcla de recuerdos, tristes y felices, le dejaron ensimismado de tal manera que no fue consciente de cómo recorrió los últimos kilómetros hasta alcanzar la aldea.

Su coche negro se adentró por las callejuelas de casas encaladas como un trozo de carbón entre la nieve, provocando las miradas curiosas de los lugareños no muy acostumbrados a las visitas. Cuando descendió a la altura del espigón, sonrió encantado de ver a los pescadores con sus cañas, como siempre lo habían hecho, y llenó sus pulmones de todas las esencias que el mar podía transmitirle, de aquel aire saturado de energía, de momentos pasados. Sin poder evitarlo, bajó hasta la playa por las desgastadas escaleras de piedra y tomó entre sus manos puñados de arena que dejaba derramar entre sus dedos, volviéndola a coger y soltar, en una placentera sensación, en añoranzas de su niñez. Dibujó con sus huellas un camino paralelo a la orilla hasta alcanzar la casa en la que una vez viviera, arruinada de abandono, afligida de soledad. La llave fue incapaz de doblegar la cerradura oxidada, como si la vivienda se resistiese a ser de nuevo conquistada y violada su intimidad. Él se limitó a echar un vistazo a través de los cristales rotos de una ventana y llegó a la conclusión de que el estado de decadencia que observaba le imposibilitaba acomodarse en aquel lugar como había creído. No tuvo más remedio que alquilar una habitación en la fonda situada sobre el único bar del pueblo y allí pudo descargar la maleta y el equipo de buceo que había traído consigo.

Tumbado en la cama, recuperándose del anquilosamiento que le había provocado tantas horas al volante, disfrutaba de la brisa marina que se introducía por la ventana, la misma desde la que podía divisar el vetusto molino, guardián impertérrito de los trigales ondulantes entre los que se perdiera en su niñez, en sus juegos inocentes con los amigos del pueblo, donde paseara dichoso con su primer y verdadero amor. Pero no era el recuerdo melancólico el que le había atraído hasta el pueblo que le viera nacer, sino la intuición inexplicable de que la leyenda del tesoro oculto no era un mero cuento transmitido de padres a hijos, de las viejas a sus nietos en las noches de temporal encerrados en las humildes casas mientras el viento impetuoso se colaba por las rendijas de puertas y ventanas transmitiendo el lamento de los marineros naufragados. Había constatado la certeza de la existencia del moro Arráez en las crónicas del lugar recopiladas en archivos desparramados por la geografía nacional, confirmado sus fechorías, sus saqueos en pos de la riqueza desmesurada que en algún sitio debió de ocultar. La isleta... Tenía que ser allí, ¿dónde si no? Ya lo decía la leyenda: “En un agujero sumergido de la isleta rodeada de mar”.

Tomó una cerveza fría en la terraza del bar, protegido de la inclemencia del sol por una cubierta de cañizo medio podrido, mirando el hipnótico baile de las olas acercándose hacia él, como si quisieran saludarlo, indicarle que lo reconocían a pesar de los años transcurridos desde su marcha, desde que sus padres decidieran abandonar la aldea en busca de un futuro menos oscuro. El mar parecía ser el único testigo de su infancia transcurrida en aquel pedazo de paraíso escondido del mundo; nadie con el que se cruzó descubrió en él al niño que antaño correteara por las callejuelas de la aldea. Él tampoco se dio a conocer, deseoso del anonimato que le permitiera centrarse en su objetivo sin tener que dar mayores explicaciones.

El día siguiente sería un buen momento para intentarlo.

* * *

La adolescencia que sigue a la infancia no le arrebata a ésta las locuras que le son propias. Porque de locura se podía calificar la búsqueda descabellada que pretendía hacer del tesoro sin más pertrecho que el bañador que llevaba puesto. Le acompañaba Remedios en la astillada barquilla de remos que le había tomado prestada a su abuelo sin ni siquiera pedir el necesario permiso, embriagado de excitación, como el marino dispuesto a descubrir un nuevo mundo por la aventura que se disponían a emprender en aquella temprana hora del día, cuando el sol apenas hacía un rato que gobernaba en el cielo, cuando el mar solía estar más tranquilo y su transparencia era tal que podía divisarse sin problemas el fondo como si las aguas fuesen un desmesurado cristal puro.

Se sentía importante en su intrépido intento ante la presencia de su amada, como Ulises en su odisea, como el grumete de La isla del tesoro de Stevenson, como el capitán de quince años de Julio Verne. Amarró la embarcación a una roca y dejó descansar los remos, comenzando a inspeccionar con sus ansiosos ojos el trayecto que debería seguir en su descenso a pulmón libre, confiado en su capacidad de aguante sin tomar aire.

Mientras Remedios aguardaba condescendiente, incapaz de destrozar las ilusiones prendidas en la mente de su compañero, él rompió el espejo de agua en su primera zambullida adentrándose hacia el fondo con el vértigo de una piedra dejada caer. Transcurrieron muchos segundos, incluso minutos, cuando volvió a emerger como una boya a la que se le obligó a hundirse, ventilando sus castigados pulmones con desesperación.

-No he visto nada por aquí. Voy a probar otra vez.

Y desapareció de nuevo como si Neptuno le hubiese arrastrado a sus dominios. No encontró nada en las sucesivas bajadas de inspección de la base de la isleta, moviéndose junto al bloque rocoso como un pez buscando cobijo, con la visión borrosa que le permitían sus ojos desprotegidos, ávidos por hallar indicios que mantuviesen alimentada su esperanza. Desplazaron la barca alrededor del perímetro isleño con la sensación amarga de estar perdiendo el tiempo detrás del sueño loco de algún inventor de leyendas. Sin embargo, cuando volvió a emerger después de la enésima zambullida, su cara denotaba alegría, fascinación.

-¡He visto una cueva pequeña! –dijo resoplando, metido aún en el agua-. ¡Y tiene la entrada tapada por una piedra que impide pasar!

Remedios, incrédula, pensaba que se burlaba de ella, pero él insistió. Hablaba en serio. Tomó de nuevo aire como si quisiera atrapar en sus pulmones todo el existente en la atmósfera y se hundió hacia el lugar en el que había localizado la cueva. Desde la barca podían contemplarse sus evoluciones, su silueta dúctil intentando liberar la boca de la cueva. Cuando asomó su rostro congestionado estaba claro que no había podido lograrlo.

-Es imposible mover ese pedrusco de ahí. Yo solo no puedo.

Remedios sopesó un momento la posibilidad de ayudarle.

-Bajaré contigo. Quizá entre los dos lo consigamos.

-¿Estás segura de que podrás?

-Los hombres siempre pensáis que las mujeres somos unas inútiles.

Se lanzó al agua sin temor, como tantas veces hiciera, sabiéndose protegida por quien tanto la quería, y descendió, con sus rizos negros ondulantes como algas, hasta la oquedad que se oponía a revelar su intimidad. A él le pareció que la más bella de las sirenas se le unía en su fantástica misión, feliz de compartirla con Remedios. Entre los dos intentaron mover la piedra incrustada en la entrada del agujero, el que quizá ocultara el tesoro de Mohamed Arráez y, a duras penas, lograron que se desplazara levemente. Volvieron a la superficie a tomar resuello, sonrieron, se besaron en los salitrosos y húmedos labios y se adentraron de nuevo en el interior marino. Esta vez la piedra se desplazó un poco más, y después otro poco hasta que, de un fuerte empellón, consiguieron que abandonara su estatismo centenario y se desprendiera en medio de un tumulto de tierra y espuma. Pero la roca no prolongó en exceso su descenso, quedó atascada algo más abajo en un saliente. Él miró horrorizado la cara de Remedios, su rostro de dolor desesperado, de esfuerzo infructuoso por querer liberar la pierna que había quedado atrapada por la gran piedra. Gastó todas sus energías intentando volver a desplazarla, exasperado hasta la locura, agotando sus últimas reservas de oxígeno para no conseguir nada, mientras ella miraba suplicante, sorprendida de que su amado no pudiera rescatarla como el caballero hace con su dama de las garras del dragón. Ante su desesperación, ascendió como un relámpago a la superficie y pidió a gritos, angustiado, la ayuda que necesitaba para salvarla, pero no había nadie en la orilla que escuchara la voz suplicante. Tomó aire y descendió más rápido aún que cuando emergió y le donó un poco de esperanza a Remedios derramando en su boca el oxígeno atrapado, concediéndole un minuto añadido de vida mientras alguien pudiera acudir a socorrerla. Repitió la acción tantas veces que perdió la cuenta, hasta que en el último intento comprendió que ya no recogía el aire que él le regalaba, que hacía rato que sus ascensos y descensos se habían convertido en una tarea baldía. Allí quedó un tiempo, contemplando la figura fantasmagórica de Remedios con sus cabellos azabaches alzándose a la superficie, con el corazón doliéndole como si una mano férrea lo estuviera oprimiendo, derramando lágrimas cristalinas en la profundidad del mar.

* * *

El carajillo le recorrió el aparato digestivo como una sonda ardiente que le despejara los vapores del sueño. Apoyado en la barra del bar, se acariciaba las recién afeitadas mejillas evocando la historia del tesoro escondido, intentando arrancar de las palabras adheridas a su mente algún significado oculto, algún indicio clarificador acerca de dónde demonios pudo haberlo ocultado el pirata Arráez. Sólo en uno de los documentos revisados bajo la luz del flexo, allá en los archivos, se mencionaban las riquezas que debió acumular el aventurero y que llegaron a convertirse en legendarias, aunque seguramente magnificadas en el tiempo. Pero por más que lo intentó, la única referencia no dejaba de ser la de su ocultamiento en un agujero sumergido de la isleta. Sintió cierta desazón al comprender que ya muchos habrían tenido el mismo sueño codicioso que él en el transcurso de los años, pero enseguida se tranquilizó pensando en que jamás hubo noticia del hallazgo.

Subió a su habitación y allí se enfundó su traje de neopreno, oscuro como el desenlace de las falsas esperanzas, y se encaminó decidido escaleras abajo hacia la playa, trazando un surco en la arena las botellas de oxígeno conforme las arrastraba hacia la orilla. Inspiró con fuerza aquel aire sosegado y terminó por colocarse las aletas, las gafas de buceo y apretó con fuerza entre sus dientes la boca del tubo que le permitiría respirar largo tiempo sumergido en el mar que esperaba para acogerlo como al hijo pródigo. Quedó maravillado por la danza de luces irreales bajo el agua, excitado por volver a su reino abandonado, olvidando por unos instantes el verdadero motivo que le había llevado hasta allí. Miraba absorto el vals de los peces ante su presencia, el movimiento serpenteante e hipnótico de algas, posidonias y anémonas, y se sintió feliz de recobrar la memoria perdida por la lejanía del mar.

Embriagado se encontraba cuando recobró la conciencia de su obsesión, de la búsqueda que le había arrastrado de nuevo hasta la isleta. Contempló su base abrupta y comenzó la minuciosa inspección; si en verdad Mohamed Arráez lo había escondido allí, él lo encontraría, no cejaría hasta lograrlo víctima de su naturaleza obstinada. Los repliegues entre las rocas se sucedían en un tono cambiante de claroscuros, de vez en cuando aparecían oquedades que le sugerían invitaciones a mirar y que de igual manera le despedían con tosquedad, como seres burlones que jugaran con sus anhelos.

Cuando topó con la cruz clavada en la roca se detuvo reverencialmente. Era de hierro oxidado, maltratada por la rudeza del agua, la sal y la temperatura, pero vigilante insigne del agujero que se abría en la pared rocosa. Durante un tiempo indefinido permaneció contemplando aquella señal de luto y, acto seguido, se dispuso a inspeccionar con detenimiento el hueco que había a su lado. Su cuerpo pudo penetrar a través de la angosta cueva pero limitando la cantidad de luz que se introducía en su interior hasta el punto de hacer incierto lo que ante él se presentaba. Tanteó con las manos en todas las direcciones de aquella covacha taladrada en la base de la isleta, ansioso por topar con el cofre del moro, con la riqueza que esperaba encontrar.

Primero fue una sospecha, luego una certeza. El cuerpo cimbreante que se presentó ante él se comportó con la agresividad del que ve amenazada su integridad; la morena lanzó una dentellada que no llegó a alcanzarle pero sí destrozó el tubo por el que respiraba, produciéndose un estallido de burbujas que le desorientaron más aún. Después notó el bocado doloroso en su brazo atravesando la capa de neopreno. Abandonó apresurado el oscuro agujero, dejando tras de sí una estela sanguinolenta que se extendió como tinta roja en la claridad del agua. Sin aliento, alcanzó la superficie aún obnubilado, aturdido por aquel inesperado ataque que había dañado más su deformada percepción de la realidad que el brazo, y se acercó a la orilla sembrando en la superficie un rastro de decepción.

La tarde transcurrió inquieta, saturada de dudas sobre la cama de su habitación. El encontronazo con la morena había sido como el despertar de un sueño, como si de pronto comprendiera la inutilidad de su empeño. Irritado por haber sido durante tantos años depositario de ambiciones sin fundamento, cuando decidió dar un paseo para despejar el embotamiento en el que se había sumido lo hizo dándole la espalda a la isleta, al mar. No quería verlos más. A la mañana siguiente partiría para siempre de la aldea.

Paseó por los caminos terregosos aspirando el viento cálido de poniente que le hizo renacer. Sonrió para sus adentros sorprendido por haber sido tan ingenuo, por haber atesorado la esperanza de recuperar las riquezas del moro Arráez demostrando retazos de inocencia conservados desde su niñez. Ahora sentía roto aquel vínculo definitivamente adentrándose en la edad adulta que todo lo mira con escepticismo. Deambuló con la conciencia entremezclada en el presente y el pasado y, sin percatarse de ello, se adentró entre las olas que formaban los trigales saludando al viento, perdiéndose en el mar verde que rodeaba la isla de piedra desgastada que era el molino.

* * *

El anciano echó un vistazo al cubo donde depositaba sus capturas y se sintió satisfecho de los coletazos que daban los sargos y herreras, también alguna dorada, intentos baldíos de eludir su inminente muerte. No se había dado mal el día de pesca. Volvió hacia atrás su rostro y comprobó que seguía allí aparcado el vehículo negro; siempre le había gustado ese color en los coches. Era el momento de recoger las cañas y de iniciar el regreso, abandonar el habitual puesto en el espigón de rocas que le robaba un trocito de espacio al mar. Como solía hacer, antes de marcharse dedicó una última mirada a la isleta, su querida isleta, amada y amarga a la vez, y lanzó hacia ella un beso portador de sentimientos que le nacían en el alma.

El conductor del coche saludó respetuoso al anciano, abrió el maletero, y allí depositó las cañas, la bolsa de los cebos, el taburete y el cubo con los peces ya desprovisto de agua. Luego hizo lo mismo con la puerta de atrás para que el pescador se acomodara y se pusieron en marcha, iniciando su partida de manera imperceptible. Desde su asiento, el anciano se despedía mentalmente de la isleta, del mar, del blanco de las casas, como si fueran seres dotados de vida propia. Al pasar frente al desvencijado molino, no pudo evitar remontarse varios años atrás, cuando regresó a la aldea después de mucho tiempo con la intención de buscar el tesoro de Mohamed Arráez en la base de la isleta. Lo que nunca hubiera imaginado era el sentido metafórico del pirata a la hora de crear la leyenda en torno a sus riquezas: “En un agujero sumergido de la isleta rodeada de mar”. Se burló de todos, incluido él mismo. Admiró el ingenio de Arráez y a la vez lo maldijo con una rabia atenuada por la edad pero no carente de despecho; por culpa del pirata había muerto su amada Remedios en el intento estéril de encontrar el tesoro. No tenía otra opción que culpar al moro, pues reconocer su propia responsabilidad en el desgraciado accidente le hubiera supuesto condenarlo a la locura. Y después de todo, el tesoro no se encontraba en la isleta rodeada del mar azul, pero sí en la isla del molino inmerso en el mar verde de los trigales. Allí le llevó su intuición a excavar después de que le mordiera la morena y hallar las inconmensurables riquezas que el pirata acumulara en sus fechorías.

Alcanzaron la lujosa casa construida en el acantilado, cerca de la aldea, y el portón de entrada se abrió automáticamente con el mando a distancia que pulsó el conductor. Descendió del vehículo en medio del patio ajardinado con un gusto exquisito, verdadero edén en medio del sequedal circundante y, sin detenerse, se dirigió al mirador junto a la casa desde donde se divisaba la inmensidad marina, donde la brisa olía a sal y despeinaba sus canas y allí, desde aquel baluarte de riqueza y ostentación, dirigía como siempre la vista a la isleta y derramaba lágrimas de soledad, de corazón partido, de amor eterno por su bella Remedios.


La fábrica de ideas

A Juan, algunos le llaman tonto. Les produce risa su aspecto, sus ojos alargados un poco parecidos a los de los chinos, su manera pastosa de hablar, las palabras que salen con dificultad de su boca. A veces llega llorando a su casa porque alguien le ha dicho mongol, o Down, o tonto, y su madre le consuela con voz dulce, “tú no eres tonto, hijo, tú eres bueno, cariñoso y guapo, y yo te quiero más que a todos los tesoros de este mundo”. Entonces Juan ríe, abraza con fuerza a su madre y se la come a besos mojándola de saliva.

A Juan le gusta ir chulo, con el pelo engominado a lo Rodolfo Valentino; a Juan le gusta el fútbol y su vecina Cristina; a Juan le gusta aprender y dibujar señales de tráfico, las que aparecen en el mural que su padre le trajo. Se coloca en la mesa de la habitación, saca un folio y su caja de colores y las pinta con esmero, sacando la lengua, que es lo que siempre hace cuando algo le cuesta trabajo, sobre todo cuando tiene que dibujar la que tiene un ciervo: ésa es la más difícil. Su padre le ha explicado, cuando van por la carretera del bosque, que esa señal indica precaución, que algún animal se les puede cruzar, y Juan gira la cabeza como un péndulo rebuscando entre los pinos los cuernos del ciervo.

Juan no es tonto, por mucho que algunos niños se lo digan en el patio del recreo. Entonces su seño Ana se pregunta si no serán más tontos aquéllos que le insultan. Porque Juan es listo, aprende lo que Ana le enseña y sigue a rajatabla sus consejos y los de sus padres, como lavarse las manos antes de comer: cuando termina se las mira fijamente para ver si queda alguno de esos bichitos que se llaman bacterias y sonríe contento porque no ve ni una. Tarda menos que ninguno en ponerse el cinturón cuando sube al coche gritando “¡campeón!”, porque eso también se lo han enseñado sus padres y la seño Ana, y también sabe que no hay que correr mucho con el coche, ni cruzar con el semáforo en rojo, ni montar en moto sin el casco. Por eso se molesta con Cristina, porque cuando coge la moto se deja el casco colgado en el brazo, como si fuera una pulsera gigante; pero ella le sonríe, le da un beso muy fuerte en la mejilla y a Juan le salen chispas de los ojos. Enseguida se le pasa el enfado y le dice adiós con la mano conforme Cristina se aleja radiante a todo gas, con su pelo dorado que refleja el sol.

Juan se lo ha dicho a Ana, que Cristina no usa el casco cuando conduce su motocicleta, y también que la quiere mucho. Entonces los dos se han sentado juntos para poner en marcha la fábrica de ideas, muy serios, porque su seño le ha contado que cuando se piensan ideas importantes hay que hacerlo concentrados, en silencio y muy serios, y después de un rato la fábrica ha dado una solución para el problema. Juan regresa feliz a su casa, corriendo como un galgo, porque él corre mucho, más que Leo Messi, y le dice a su padre que tiene que acompañarle a la papelería y a la carpintería. “¿Para qué?”, le dice, y Juan le explica como puede, con su equipaje escaso de palabras, lo de la fábrica de ideas, que esa mañana la han puesto a funcionar para solucionar el problema del casco de Cristina. Su padre le mira emocionado, sorprendido de que en el cuerpo de su hijo quepa un corazón tan grande, y no tardan en hacer los dos recados.

Ahora Juan está sentado a la mesa, en su habitación, con la cartulina que ha comprado desplegada, dibujando con mucho cuidado la señal nueva que han inventado su seño Ana y él en la fábrica de ideas. Cuando termina de colorearla su padre le ayuda a colocarle un fino marco y con unos clavos la sujetan a un poste de madera. Esa noche se duerme contento, pensando que a Cristina le gustará mucho la señal que ha fabricado, que por fin le hará caso y que le dará muchos besos, y con un poco de suerte a lo mejor quiere ser su novia y todo.

Al día siguiente, Juan se coloca frente a su casa, en la acera, con la señal firmemente sujeta en la mano. Ha dibujado un círculo con una raya roja en diagonal, y dentro del círculo la silueta de un motorista con el casco en el brazo. “Prohibido conducir motos sin casco”, le dice con su media lengua a todo el que pasa, para que tengan claro el significado de la señal. Espera impaciente a que Cristina pase, como hace todos los días, y entonces se la enseñará y ella hará caso, porque él se ha esforzado mucho para que ella aprenda las cosas que él ya sabe, porque él es listo; se lo dicen sus padres y la seño Ana.

El tiempo transcurre lentamente y Cristina no pasa. Quizá no piensa coger la moto hoy, pero él no quiere irse sin que ella vea la señal que le ha construido. Se acerca a casa de su vecina y se asusta, porque desde dentro le llega el triste sonido del llanto, y cuando se asoma a la ventana ve a mucha gente, a los padres de Cristina llorando. Una voz le llama. Es su padre, que se le acerca con la cara blanca. “Vente hijo, vamos a casa”, le dice, pero Juan no quiere, todavía no le ha enseñado a Cristina su idea, ella tiene que aprender a ponerse el casco. Su padre le insiste, y suavemente se lo lleva. Cuando se asoma al patio de Cristina observa que allí está su moto, pero destrozada como si alguien la hubiera tirado desde lo alto de un edificio. Juan no comprende, su mente se le vuelve espesa, no le funciona bien la fábrica de ideas, pero después de un rato sonríe al encontrar por fin una respuesta, y le dice a su padre que ya sabe por qué lloran los padres de Cristina: están enfadados porque ha roto la moto, pero que cuando le compren una nueva él volverá a esperarla para enseñarle la señal. Su padre lo abraza conforme caminan, dejando que sus ojos se llenen de lágrimas, acariciándole con cuidado su pelo engominado. “Cristina ya no va a volver”, le dice con la voz temblorosa. Juan se detiene, coge el brazo de su padre y le dirige su mirada franca para explicarle, a su manera, que sí va a volver porque tiene que ver la señal, el invento que ha salido de la fábrica de ideas y que, cuando lo haga, le gustará tanto que se harán novios.





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